Un mito popular cuenta de una mujer que, hacíendose pasar por hombre, fue nombrada Papa. Su engaño no fue descubierto hasta el desafortunado día en el que el Papa parió a media procesión. Naturalmente, la Papisa murió apedreada como consecuencia. Enterrada donde fue descubierta, no participó en la honra de descansar eternamente con sus colegas Pontífices y su nombre no fue añadido a lista de Sacros Papas.
Se dice también que desde entonces la Iglesia Católica se cerciora del sexo de los candidatos al papado antes de nombrarlos. Lo que sigue es mi versión de este mito.
Si entiendo bien, el catolicismo no considera iguales al hombre y a la mujer. Dios creo de manera directa solo al hombre y esto pareciera ponerlo más cerca de Él. De aquí que resulte más conveniente a los católicos que el Papa sea hombre.
Los primeros católicos tenían una comprensión intuitiva de esta situación y nunca agredieron el orden natural de las cosas intentando poner a una mujer en la silla máxima. Con los siglos la lección, que tan clara había sido al inicio, se fue olvidando. Esto hizo posible que a mediados del siglo IX, Joan, una mujer inglesa, se atreviera a codiciar la silla papal.
Su extensa e impresionante cultura permitió que sucesivamente y siempre disfrazada de hombre, se educara en Ciencias en Atenas, enseñara el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica, creo) en Roma, se volviera Cardenal y finalmente Papa: Juan VIII.
Al parecer su papado fue sabio y prudente y sobre todo, regular; nada delataba que Joan vivía una de las más atrevidas mentiras jamás concebidas. Tal vez nunca se hubiera sabido la verdad si no hubiera tenido la mala suerte de entrar en labor de parto en el camino de San Pedro a Letrán. ¿Fue realmente mala suerte o fue Dios confirmando su preferencia por los hombres?
No lo sabremos pues a los mortales nos es vedado conocer la voluntad del Señor. Lo que sabemos es que los feligreses que acompañaban la procesión, furiosos por el parto, amarraron a Joan a una carreta y la apedrearon hasta la muerte – y mientras su coraje daba para más, las pedradas no, ¿o qué hombre, qué mujer con su brazo podría interferir en los asuntos celestiales?
En la Iglesia Católica se había olvidado que seleccionar un hombre como Papa era mera conveniencia (por su mayor cercanía a Dios) y ahora se consideraba regla inviolable. Solo que no tan tan inviolable como hábilmente demostró la inglesa enviada de Satanás. Hacían falta precauciones.
La pregunta era simple: ¿cómo saber si una persona era hombre o mujer? Al lector podrá parecerle una cuestión trivial, pero debe recordar que hablamos del siglo IX y la medicina no había alcanzado entonces el grado de sofisticación que tiene en nuestro días. Aunado a eso está el simple detalle de que los cardenales -quienes debían diseñar la prueba- estaban entre la gente de su tiempo con menor conocimiento del sexo femenino.
La primera sugerencia fue que la ropa distinguiría a las mujeres. Se acordó inspeccionar la ropa de cualquier candidato al Papado y se levantó la sesión con el fin de cazar faisanes antes que fallara el sol. Unos días después alguien recordó que con Joan esta prueba habría fallado por el ingenio de su disfraz. Se acordó desacordar lo acordado, y una vez acordado eso se acordó rediseñar la prueba y reacordarla.
Consultaron los cardenales con sabios reconocidos, consideraron y rechazaron propuestas basadas en la estatura, el grosor de la voz y la aversión por las ratas, entre otras. Finalmente un estudioso con lenguaje más técnico que los otros los convenció de una prueba basada en la distinción entre la resistencias potencial y actual del éter al movimiento corpóreo. Los cardenales, modestos siempre, dudaron en encontrar peros en lo que no entendían.
Esa prueba duró vigente siglo y medio, hasta que se descubrió al Papa Presunto Quinto en cama con un monaguillo. La mucama, laica y experimentada, dió testimonio aceptado (si no del todo comprendido) por el colegio de cardenales indicando que el Papa era mujer.
Los cardenales de entonces, como 154 antes sus predecesores, necesitaban un criterio simple para distinguir hombres de mujeres. Ahora, gracias al testimonio de la mucama, sabían que la clave estaba en los genitales.
Entró en escena, entonces, el sabio Fray Josefino de la Pompa y Circunstancia, respetado hombre docto que había alcanzado la cumbre de la sabiduría del medioevo. Entre muchas revoluciones intelectuales que inició destaca una en torno a una reinterpretación de un viejo dicho: el fuego purifica. Señalando pasajes relevantes de numerosos sabios de la antigüedad desde Aristófanes hasta Aristóteles pasando por Aristónides, produjo la teoría según la cual la acepción común de purificar, escencialmente «reducción de pecado y acercamiento a Dios», no era la correcta. Decía Fray Josefino que debemos entender purificar como «remover obstáculos a la comprensión de la verdadera naturaleza o, en algunos casos, la exacerbación o extremación de dicha naturaleza».
La prueba no podía ser más simple. Un hoyo en la silla prepapal permite introducir una antorcha y el fuego decide: quema blanco el hombre, preferido de Dios, y negro, la intrusa, la mujer.